La Patrística y la Filosofía de la Religión

ÍNDICE

 1. Introducción

2. La peculiaridad del estudio de la Patrística

3. La Patrística y los anticipos de la crítica

4. Consideraciones finales: la tarea pendiente del filósofo de la religión

5. Bibliografía y notas

 

1. Introducción

Desde que Max Müller inició la moderna ciencia de las religiones a mediados del siglo XIX, numerosas disciplinas convergieron en el estudio del fenómeno religioso, tales como la historia, sociología, etnología y antropología de las religiones. La Mitología comparada publicada en 1856[1] por el gran filólogo alemán fue considerada como el acta de nacimiento de la llamada “ciencia de las religiones”[2], a la que arribó a través del método filológico y de una idea de religión cercana a la de F. Schleiermacher según la cual en el hombre existe un sentido de lo divino emparentado con lo infinito. Pero esta idea se encuentra despojada de todo elemento trascendente ya que es derivada del contacto con lo sensible. La hipótesis de Müller basada en una combinación entre el método filológico y el intento de explicación del mito ha influido de manera decisiva en el abordaje moderno y contemporáneo del hecho religioso sin dejar lugar a una posible revelación. A las disciplinas anteriormente mencionadas se le sumó con un estatuto particular a finales del siglo XIX la fenomenología de la religión, cuyo principal objetivo fue formulado por sus primeros cultivadores y consiste en descubrir por debajo de las múltiples religiones, la esencia de la religión. Con un método que precede al de la fenomenología de Husserl, la fenomenología de la religión emprende el estudio sistemático del hecho religioso en su conjunto y en cuanto religioso, a partir de la comparación de sus múltiples manifestaciones históricas. Los fenomenólogos de la religión intentaron establecer una demarcación con respecto a la filosofía y a la teología, en función de fijar el estatuto epistemológico de su disciplina. En tal sentido se han propuesto algunos criterios de delimitación de fronteras. Las ciencias de la religión se ocupan de un aspecto concreto del hecho religioso, como por ejemplo, su devenir histórico es estudiado por la historia de las religiones; su aspecto social por la sociología de la religión; su condición psíquica es tenida en cuenta por la psicología de la religión. En cambio, la fenomenología de la religión se presenta como un campo sistemático que intenta ofrecer una interpretación global del fenómeno religioso a partir de los datos recogidos por la historia de las religiones que constituye el suelo nutricio de donde toman material las demás disciplinas involucradas. Pero las líneas de trabajo que de aquí se desprenden pueden tomar rumbos diferentes dentro de la misma fenomenología. Por ejemplo, autores como G. van der Leeuw, M. Eliade, F. Heiler y G. Windegren, entre otros, despliegan su método fenomenológico como un intento de sistematización de datos de la historia y en marcada continuidad con ella[3]. En cambio, M. Scheler presenta una especie de “fenomenología concreta” de los actos y objetos religiosos con énfasis en la reflexión filosófica sobre los mismos que se inicia con lo que él llama “fenomenología esencial” de la religión, tomando distancia de los hechos en sí mismos[4].

La diferencia fundamental entre la fenomenología de la religión, la filosofía de la religión y la teología, radica en que estas dos últimas son reflexiones normativas sobre el hecho religioso. La filosofía opera desde los principios propios de la razón y la teología desde el interior de la fe sin que esto signifique que se trata de compartimentos estancos o claramente delimitados. Ambas se pronuncian sobre la verdad del fenómeno religioso y la existencia efectiva de la realidad que da lugar a su aparición, y si bien pueden las dos recurrir al método fenomenológico, en algún momento deberán abandonar la mera comprensión del mismo y juzgar la veracidad de tal fenómeno. Así lo entiende Henry Duméry en su método de “discriminación” centrado en la posibilidad de una comprensión judicativa del fenómeno religioso.

“La filosofía de la religión quiere ser la salvaguarda de la dimensión religiosa de los fenómenos religiosos, y a este título ella representa la defensa de la religión contra los riesgos o los abusos de las ciencias de las religiones”[5].

 

Según el autor francés, se trata de trascender la mera comprensión del hecho religioso lograda por el método fenomenológico y avanzar en consecuencia hacia el juicio acerca de la autenticidad o el valor del fenómeno religioso mismo. El objeto de estudio de Duméry fue el cristianismo, sobre el cual se expidió diciendo que para que una filosofía de la religión sobre el mismo fuera posible, había que considerarlo como dato humano, como expresión de la conciencia y no como una realidad misteriosa cargada de valores trascendentes. Además, ningún estudio crítico sobre una realidad o actividad humana, y en particular la actividad religiosa, puede abordarse sin la filosofía, pero la filosofía de la religión no sustituye en modo alguno a la religión, así como la idea de acción jamás reemplaza a la acción misma.

“Así, ningún malentendido puede subsistir sobre el modo en que nosotros consideramos la actitud crítica. No la creemos exenta de postulados, puesto que todo pensamiento lleva en sí presupuestos. Pero difiere del pensamiento espontáneo en tanto que intenta revelar lo que se oculta a la conciencia clara: el pensamiento operante y prospectivo. En una palabra, la crítica es la toma de conciencia metódica, primero de aquello que hace la conciencia, luego de aquello para lo cual gracias a lo cual ella lo hace. Esta toma de conciencia no permanece descriptiva, pasiva, "especular", sino que implica el juicio, reclama el compromiso. Se desemboca a la noción de una comprensión judicatoria […]”[6].

 

De este modo podemos concluir diciendo que la reflexión filosófica sobre la religión intenta comprender la esencia de este fenómeno que precedió a la aparición de la filosofía y posibilitó la búsqueda de la sabiduría.

 

2. La peculiaridad del estudio de la Patrística

           

La inmersión en los estudios patrísticos permite una revitalización y actualización de la filosofía de las religiones, expresada así, en plural, porque el abordaje de una religión determinada sirve de base para emprender una reflexión filosófica sobre esa religión, la que corresponde, no obstante, a otra de las innumerables formas de lo religioso, atestiguadas desde los mismos orígenes de la historia humana.  Max Müller, el fundador de la moderna ciencia de las religiones, parafraseó una sentencia de Goethe sobre la lengua, diciendo: “quien no conoce más que una religión, no conoce ninguna”. Una de las perspectivas privilegiadas para el estudio del cristianismo lo proporciona la Patrística, cuyos desarrollos intelectuales trascienden en mucho el mero horizonte de lo confesional y nos permiten indagar en la herencia filosófica que recibieron los primeros cristianos, a la vez que en la historia de las religiones siempre en relación con la teología, disciplina que durante mucho tiempo confiscó el estudio de los escritos de los Padres. Tal estudio impone ciertas precauciones que deben ser tenidas en cuenta al momento de ponerse en marcha.

En primer lugar, es preciso evitar todo intento de comprender a los Padres en función de preocupaciones contemporáneas que jamás estuvieron en el horizonte de aquellos geniales escritores. Distinto es poder encontrar en los escritores de la Patrística intuiciones y categorías que pueden arrojar nueva luz sobre temas que hoy ocupan el centro del debate académico, siempre y cuando se respete su carácter irreductible a las intenciones que animan su actual tratamiento. El estudio de la Patrística no sabe de modas ni de tendencias. La exigencia que supone penetrar en el pensamiento de los Padres no concuerda con los impulsos actuales que intentan adecuar la investigación académica a los temas que hoy son de interés masivo. 

En segundo lugar se hace necesario renunciar a toda pretensión de inmediatez en los resultados de la investigación. Somos conscientes de que esto último puede resultar odioso a los alumnos de hoy, víctimas de una época y de una cultura que los condicionó al vértigo en pos de avanzar en la carrera universitaria y en la de investigador. El afán de aspirar a becas para las cuales hay que aplicar formularios en plazos perentorios los lleva a veces a forzar el objeto de estudio para poder cumplir con los tiempos de la academia institucionalizada. Abandone toda esperanza aquel que pretenda estudiar a los Padres al ritmo con que se estudian otros temas en los que la prisa y la improvisación pueden llegar a quedar disimuladas por su falta de complejidad. Esta pretensión de tomar por el atajo quedará inmediatamente al descubierto cuando se trate de la Patrística, para vergüenza y desazón del que tenga la osadía de hacerlo.

En tercer lugar, la disponibilidad de recursos maravillosos desde el punto de vista de la técnica, ofrecidos por la era digital, pueden ser de gran ayuda pero, a la vez, representar un peligroso espejismo. La disponibilidad de diccionarios y fuentes primarias en línea, de soportes de traducción electrónicos tanto de idiomas modernos como de griego y  de latín pueden llegar a suscitar la falsa confianza de que el camino se nos hará más llano. Que la privilegiada posesión de dispositivos con los que los pioneros de esta ciencia ni siquiera pudieron soñar, no nos conduzca al engaño de que podremos desentrañar con facilidad el pensamiento de un Orígenes o de un Ireneo, o que por acceder a los tesoros del Léxico de Liddell & Scott con sólo oprimir una tecla de la computadora seremos eximidos de los estudios que demandan extremo rigor, como paciencia y constancia.

En 1969, el P. Antonio Orbe escribía las siguientes líneas que tienen una vigencia notable a pesar de que han superado el medio siglo:

“Creo más bien que la Patrística no ha llegado a la mayoría de edad; y antes de ayudar debe ser primero ayudada. Todavía faltan ediciones críticas de grandes autores. Los instrumentos de trabajo más elementales, excesivos para algunos, son pobrísimos para la mayoría. El ritmo espléndido de la ciencia alemana, frenado por la primera guerra europea, se detuvo —casi en seco— a raíz de la segunda. Las grandes abadías benedictinas, únicas realmente cualificadas para ciertas empresas editoriales, dejaron de ser. Desaparecieron los individuos divalentes, filólogos y teólogos, abiertos a la vez al pensamiento pagano y cristiano, a los Padres y a los Concilios, exégetas de la Escritura y de los primeros teólogos; hombres de amplia perspectiva, libres del fárrago de la bibliografía y seguros de sí, capaces de plantear por nuevos caminos lo mil veces mal planteado, dotados del instinto teológico para iniciar singladuras sin distraerse a temas infecundos o a autores secundarios —por no decir terciarios y cuaternarios— con anterioridad bastante (sic) para denunciar falsas pistas y prevenir dispendios inútiles. Lo hecho, hecho queda. Disponemos de métodos más depurados. Experimentamos la vetustez de trayectorias empedernidamente seguidas, con arreglo a módulos clásicos, impuestos, por ejemplo, por la historia de los dogmas, por la pura filología y aun por algunos teólogos escolásticos. Tenemos prisas por llegar al fondo de las cosas. El mundo estaba nervioso por llegar a la luna. Mientras a los que vivimos serenamente —selenamente— de la ciencia, nos empujan al mundo”[7].

 

Resulta difícil encontrar una reflexión más actual sobre lo que impone el estudio de los Padres. Ni el filólogo ni el teólogo por sí solos, tampoco el filósofo aislado, pueden desentrañar los misterios de los escritos patrísticos.

La crispación analítica que hoy invade la academia se detiene en el análisis minucioso de los documentos, en la rigurosa trama de la estructura gramatical y en las múltiples variaciones de una partícula, pero no penetra en la dogmática oculta. Se queda en una especie de “pórtico de los gentiles” sin acceder a los espacios más “santos”  que ofrece el texto. De ahí la insuficiencia del trabajo solitario del filólogo. También el teólogo, diestro en los contenidos doctrinales, tropieza a veces con sus propios prejuicios por desconocimiento de los matices de la lengua utilizada por los escritores de este período. El filósofo, por su parte, intentando detectar categorías platónicas y estoicas es capaz de señalar las infiltraciones helénicas u orientales en los Padres, pero no puede transponer el umbral que lo conduciría a los secretos últimos de sus escritos.

En cuarto lugar, es preciso resistir a la tentación de reducir las grandes cumbres metafísicas del pensamiento de los Padres a fórmulas de teología pastoral que resulten accesibles a la mayoría de los fieles. Cualquier investigador que trabaje en esta línea pensando en el gran público como destinatario puede perder de vista que hay mayor profundidad, por ejemplo, en las líneas anodinas, casi monótonas de San Ireneo que en los estridentes refinamientos retóricos de Tertuliano, o en los fascinantes intercambios entre gnósticos y eclesiásticos que en las líneas exhortativas y moralizantes de un San Juan Crisóstomo. Si se deja llevar por estas tendencias dominantes, el estudioso puede caer en la falacia de Oscar Wilde que dijo que entre los libros que no valía la pena leer estaban los de los Padres, con excepción de San Agustín. Hay que tener el instinto fino de un Erasmo para deshacer esta vulgar afirmación, a punto tal que el humanista de Rotterdam le escribía a Eck en 1518: “Plus me docet christianae philosophiae unica Origenis paginam quam decem Augustini” (“Más me enseña de filosofía cristiana una página de Orígenes que diez de Agustín”). La expresión “filosofía cristiana” es utilizada por Erasmo como respuesta a las palabras de Noël Beda: “Afirmo que de una página de Orígenes obtengo más piedad de corazón (pii affectus) que de diez páginas de Agustín”. Se le atribuye a Erasmo otra expresión semejante a las dos anteriores: “Pero, por mi parte, cuando de comentar las Escrituras se trata, lo colocaría a Orígenes solo por encima de diez ortodoxos, si se exceptúa algunos puntos de fe”[8]. Impulsado por su interés en lograr una filosofía cristiana más fácilmente asimilable por parte del público cristiano, el Hiponense sacrificó la riqueza de la predicación apofática de Mario Victorino acerca de Dios reduciendo lo más granado de la metafísica neoplatónica alejandrina-romana que venía por la vía de Plotino y de Porfirio, a asociaciones más simples pero imprecisas de Dios con la ousía. Lo afirmado no intenta ir en detrimento de la grandeza de San Juan Crisóstomo ni de Agustín, sino que pretende advertir sobre el peligro de los puntos de vista sesgados desde los cuales pueden llegar a abordarse los estudios patrísticos.

Una literatura cristiana apócrifa de los últimos años del siglo I como la Ascensión de Isaías ya nos advierte sobre la tensión existente en la iglesia primitiva entre carismáticos y pastoralistas. Los capítulos I a V de la mencionada obra ilustran convenientemente sobre las controversias sostenidas entre los defensores de los profetas en la liturgia y los pastores. La teología asiática se muestra firme en esta orientación, en autores como Ignacio de Antioquía, Policarpo de Esmirna e incluso en Papías, en consonancia con la Primera Carta a los Corintios de Clemente de Roma escrita hacia el 94 que se muestra ampliamente partidaria de la mentalidad catequética institucional que configuraba de diócesis de la gran metrópoli.

Por último, la sana hermenéutica exige huir de las categorías equívocas de “ortodoxia”  y  “heterodoxia” al emprender el estudio de los Padres. Por ejemplo, acusar de subordinacionistas a los escritores prenicénicos resultaría en un anacronismo inaceptable. La noción de “herejía” con su significado peyorativo actual fue introducida a mitad del siglo II por Justino, quien cambió de manera interesada para su apologética el significado neutro de la palabra háiresis por el de “elección perversa”, con la consiguiente demonización de ciertas nociones cristianas sostenidas por grupos opositores. Esta devaluación del sentido de la palabra háiresis se prolongó a lo largo de la historia de las doctrinas hasta el presente. Es ilusorio creer que la llamada “ortodoxia” o “recta doctrina” precedió en tiempo a su contraparte herética o “heterodoxia”. Se trata de declaraciones institucionales ideológicamente orientadas que, al momento de ser tenidas en cuenta en el estudio, se hace preciso investigar cuáles fueron las enseñanzas cristianas que cayeron bajo una u otra denominación y cotejarlas entre sí sobre la base de las diferentes comprensiones de la Escritura que tuvieron los distintos grupos de creyentes hacia los comienzos del cristianismo y que configuraron una notable diversidad originaria en la recepción y comprensión del acontecimiento cristiano.

Es cierto que, como señala Orbe, esta tendencia contemporánea de otorgar igual interés a todos los intentos, ortodoxos o no, complica en gran medida la tarea del teólogo cuya perspectiva se extendería sin límites en función de elementos históricamente vividos[9]. Pero, por otra parte, desarrollos teológicos profundos y de extraordinaria coherencia interna como los de los gnósticos de los siglos II y III no pueden ser impugnados por su prematura descalificación ni valorados solamente por la reacción que provocaron en los escritores eclesiásticos, sino que merecen ser estudiados per se. Tal posibilidad se nos brinda a partir del providencial descubrimiento de los textos de Nag Hammadi en 1945.

Este último aspecto nos conduce directamente al próximo punto, pues el debate acerca de qué Biblia utilizaron los primeros cristianos es una de las claves que nos permite aproximar una respuesta a la pregunta acerca de cómo impacta la Patrística en la filosofía de la religión.

 

3. La Patrística y los anticipos de la crítica

La reflexión crítica sobre la religión supone a su vez la crítica sobre el texto en el cual esta se basa. En los orígenes del cristianismo, encontramos algunos atisbos de crítica a la Escritura por parte de los Padres que parecen anticiparse a la moderna crítica literaria.

Uno de los casos más significativos de anticipación crítica por parte de los primeros escritores cristianos tuvo por objeto al Apocalipsis de Juan. Papías y Marción fueron propuestos como pioneros de una genealogía de la crítica. El primero de ellos, el presbítero de Hierápolis a quien Eusebio de Cesarea señala como “oyente de Juan, compañero de Policarpo y varón de los antiguos”, habría escrito entre los años 90 y 100, antes de la composición del Apocalipsis, cinco libros bajo el título de Explicaciones de las sentencias del Señor[10]. Además de cuestionar la literatura extracanónica y la fiabilidad de ciertos dichos de Jesús que no aparecen en los evangelios, menciona a un segundo Juan conocido como “el presbítero”, quien habría sido, según Eusebio, el verdadero autor del Apocalipsis. El historiador cita las palabras de Papías y luego añade sus propias conclusiones:

“’Y si acaso llegaba alguno que había seguido también a los presbíteros, yo procuraba discernir las palabras de los presbíteros: qué dijo Andrés, o Pedro, o Felipe, o Tomás o Juan, o Mateo o cualquier otro de los discípulos del Señor, y qué dicen Aristión[11] y el presbítero Juan, discípulos del Señor, porque yo pensaba que no me aprovecharía tanto lo que sacara de los libros como lo que proviene de una voz viva y durable’. Aquí será bueno también hacer notar que enumera dos veces el nombre de Juan. Al primero lo pone en la lista con Pedro, Santiago, Mateo y los demás apóstoles, siendo evidente que señala al evangelista; en cambio, al otro Juan, después de cortar el discurso, lo coloca con otros, fuera del número de los apóstoles, anteponiéndole Aristión y llamándole claramente presbítero. De manera que también por esto se demuestra que es verdad la historia de los que dicen que en Asia hubo dos con ese nombre, y en Efeso dos sepulcros, de los que aun hoy día se afirma son, uno y otro, de Juan. Es necesario prestar atención a estos hechos, porque es probable que fuese el segundo, si no se refiere al primero, que vio la Revelación (Apocalipsis) que corre bajo el nombre de Juan”[12].

 

Juan, el hijo de Zebedeo, murió mártir en torno al año 40, mientras que el Apocalipsis señala que fue escrito en tiempos del octavo emperador (Ap 17, 10) o durante el reinado del sexto, esto es, mucho más allá del 40. Esto conduce a pensar que el autor del libro al que la tradición llama Juan, difícilmente pueda ser el autor del cuarto Evangelio, ya que ni el lenguaje ni los aspectos conceptuales coinciden en lo más mínimo. Por otra parte, en el Apocalipsis su autor jamás se presenta como testigo ocular de la vida de Jesús y los apóstoles son considerados hombres gloriosos del pasado (Ap. 18, 20; 21, 4). El Juan de la isla de Patmos tampoco parece ser el autor de las cartas por la diversidad de lenguaje y de conceptos, ni tampoco el “presbítero” Juan del que nos habla Papías, un personaje importante del Asia Menor, griego de nacimiento mientras que el autor del Apocalipsis parece ser alguien cuya lengua natural es el arameo o el hebreo, según se deduce de la lectura del texto[13].

A mediados del siglo III, Dionisio de Alejandría llegó a la misma conclusión de que el autor del Apocalipsis no es el mismo del cuarto Evangelio. Eusebio lo recensiona de la siguiente manera:

“Continuando luego un poco más abajo, [Dionisio] dice lo siguiente sobre el Apocalipsis de Juan: ‘Así, pues, algunos de nuestros antecesores rechazaron como espurio y desacreditaron por completo el libro, examinando capítulo por capítulo y declarando que era ininteligible e ilógico, y su título engañoso. Dicen, efectivamente, que no es de Juan y que tampoco es Apocalipsis, estando como está bien velado con el grueso manto de la ignorancia, y que autor de este escrito no sólo no fue ninguno de los apóstoles, pero es que ni siquiera ningún santo o miembro de la Iglesia en absoluto, sino Cerinto, el mismo que instituyó la herejía cristiana y que quiso acreditar su propia invención con un nombre digno de fe […]’. Tras esto y después de examinar todo el libro del Apocalipsis y demostrar que es imposible entenderlo según su sentido obvio, continúa diciendo: ‘[…] Por lo tanto, no contradiré que él [el autor] se llamaba Juan y que el libro este es de Juan, porque incluso estoy de acuerdo en que es obra de un hombre santo e inspirado por Dios. Pero yo no podría convenir fácilmente en que este fuera el apóstol, el hijo de Zebedeo y hermano de Santiago, de quien es el Evangelio titulado de Juan y la Carta católica[14]. Efectivamente, por el carácter de uno y otro, por el estilo y por la llamada disposición del libro, conjeturo que no es el mismo, ya que el evangelista en ninguna parte escribe su nombre ni se predica a sí mismo: ni en el Evangelio ni en la Carta’”[15].

 

La argumentación de Dionisio, obispo de Alejandría, continúa con análisis que parecen anticipar los estudios que en el siglo XIX confirmarían este punto de vista según el cual el lenguaje y la teología son completamente disímiles en ambos autores.

Con respecto a Marción, el Póntico cuestionó las escrituras hebreas por haber sido impulsadas por un dios distinto del verdadero. Sobre esta base llegó a juzgar como espurio el material bíblico que vincula a Jesús con el judaísmo. El misterio de sus Anthítesis es tan complejo que su intento de reconstrucción casi hace desesperar al mismo Harnack, quien llegó a afirmar que no cabe reconstruirlas “porque ni siquiera está clara cuál era la disposición de la obra”[16]. Sólo es posible arriesgar algunas hipótesis acerca de lo que pudieron ser, tales como un elenco de pasajes contradictorios del Antiguo y Nuevo Testamento, yuxtapuestos para demostrar sus discrepancias, o un comentario extenso de los libros de su propio canon, o una compilación de su dogmática o una mezcla de todo esto[17].

A juzgar por lo que llegó hasta nosotros, debido a que los escritos de Marción corrieron la suerte de los textos de todos aquellos cristianos a los que se tildó de “herejes”, su teología resulta ingenua en función de la aplicación taxativa de sus principios, error en que jamás caerían los gnósticos valentinianos que, también tenían sus principios filosófico-religiosos pero estos no resultaban condicionantes al trato de la fuentes de la revelación, ni viceversa[18].

Otro notable ejemplo de crítico avant la lettre es el de Orígenes, quien en el libro IV de su tratado Sobre los principios se refiere a numerosos pasajes de las Escrituras que son presentados como habiendo sucedido sin que hayan realmente ocurrido:

“De todos modos, es necesario también tener en cuenta lo siguiente: dado que el propósito primordial consiste en describir la coherencia en las realidades espirituales, acontecidas o por acontecer, allí donde el Logos encontró acontecimientos históricos capaces de adecuarse a estas realidades misteriosas, se sirvió [de ellos] ocultando a la mayoría el sentido más profundo; pero cuando tal o cual acontecimiento, previsto en función de realidades más misteriosas, no se prestaba para la descripción de la coherencia de lo inteligible, la Escritura introdujo en el relato algo que no sucedió: ya sea lo que no podía suceder, o bien lo que podía suceder, pero que no sucedió. Algunas veces son pocas las palabras insertadas que no están de acuerdo con la verdad corporal, otras veces son muchas”[19].

 

Lo mismo afirma el alejandrino acerca de los evangelios:

“A veces los evangelistas han cambiado a favor de su intención espiritual, lo que desde el punto de vista histórico había pasado de otra manera, afirmando que han dicho que lo que habría pasado en tal lugar y también en otra parte, y que lo que había sucedido en tal ocasión y también en otra, ellos lo han recompuesto modificándolo ligeramente. Porque su intención era decir la verdad a la vez espiritual y corporal, cuando esto era factible; pero cuando no era [posible] conciliar ambas cosas, se ha preferido lo espiritual a lo corporal”[20].

 

Hasta aquí nos hemos referido a críticas formuladas por los mismos cristianos hacia el interior de las Escrituras, pero desde fuera de la fe cristiana se registran otros intentos interesantes, como por ejemplo, el del polemista Celso, un platónico que hacia el año 170 escribió una obra titulada Alethês Lógos (Discurso verdadero), conservada sólo en la amplia respuesta dada por Orígenes en los ocho libros de su tratado Contra Celso. Es posible que Celso haya sido el primer filósofo que leyó los evangelios y prestó particular atención a la figura de Jesús. Parte de sus objeciones las remite a un cierto judío, sobre el que no sabemos si se trata de una figura histórica o ficticia. Algunos de sus abordajes críticos merecen consideración, como por ejemplo el enfoque comparativo. Al comentar los pasajes de Mt 5, 39 y de Lc 6, 29 acerca de no devolver mal por mal, Celso evoca la enseñanza socrática expuesta en el Critón 49b-c de Platón con lo cual cuestiona la originalidad de Jesús[21]. Otro recurso del polemista consiste en señalar incongruencias internas de los relatos que demostrarían el carácter ficticio de las predicciones de Jesús. Si hubiese declarado a Judas que iba a traicionarlo, el discípulo le hubiese temido como a un ser dotado de poder sobrenatural y no se hubiese atrevido contra él, y concluye:

“´Después, como quien saca la conclusión de su razonamiento, dice:  ‘Luego, todo esto no sucedió porque estuviera previsto, pues es imposible; antes bien, el haber sucedido demuestra ser mentira que fuera previsto, pues es de todo punto imposible que quienes de antemano fueron advertidos persistieran en traicionar o negar’”[22].

 

Otra crítica muy mordaz desde fuera del cristianismo, dirigida contra su personaje principal es la de Porfirio de Tiro (233-305), a quien Eusebio, Jerónimo y Agustín señalan como el “más docto de los filósofos” y, a la vez, como “el más acérrimo enemigo del cristianismo”[23]. Dotado de una profunda erudición y de recursos filológicos notables, sumados a un vasto conocimiento de las Escrituras, el neoplatónico escribió una crítica del cristianismo en quince libros, a la que se designa como Contra Christianos, pero sin certeza de que este sea su título original como tampoco de la fecha de composición[24]. Allí denuncia contradicciones y datos erróneos en los evangelios, aun cuando pretenden narrar elementos cotidianos. A los evangelistas los considera “inventores, no historiadores” y los acusa de introducir incoherencias en el relato de la Pasión. Las agudas críticas de Porfirio, a quien se dirigieron numerosos intentos de refutación, sumados a la quema de sus obras y al impacto que produjeron, aportaron recursos a la filosofía y a la historia de la religión, contribuyendo a sentar las bases de investigaciones que hoy están a la vanguardia, como por ejemplo, la de la diferenciación entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe[25].

Sin pretender hallar los métodos actuales de la crítica en los escritores cristianos y paganos de la antigüedad tardía, es posible, no obstante, detectar en los intelectuales de la entonces nueva fe y en los filósofos helenísticos opositores, afirmaciones que hoy son corroboradas con el instrumental investigativo de la crítica contemporánea de la religión.

 

4. Consideraciones finales: la tarea pendiente del filósofo de la religión

 

A mediados del siglo pasado se produjeron dos descubrimientos casuales con diferencia de tres años entre uno y otro, que abrieron un nuevo horizonte para el estudio de los orígenes del cristianismo. En 1945 se halló la biblioteca gnóstica de Nag Hammadi; en 1948, los manuscritos de Qumrán. Ambos acontecimientos exigieron un inmediato replanteo por parte de los teólogos, filósofos, historiadores y sociólogos de la religión respecto de la imagen del cristianismo antiguo. No obstante haber transcurrido setenta y cinco años de tales descubrimientos, la descripción del cristianismo de los primeros siglos que se presenta en las publicaciones académicas sigue siendo la de los estereotipos tradicionales. A pesar de reconocer su importancia, los eruditos no integran la imagen no convencional del cristianismo que se desprende de la lectura directa de los textos de Nag Hammadi. Respecto de esto último, decía el Dr. Francisco García Bazán en una entrevista que le hiciera el Profesor Leonardo Pinkler:

“Ciertamente en virtud de la aparición de todos estos importantísimos textos se genera una nueva concepción, pero no existe de ninguna manera un acuerdo acerca de cuál es esta. Uno lee libros actuales sobre la historia de Jesús y advierte algo curioso: se insiste en la importancia de todos estos testimonios, pero en la interpretación de los hechos los autores mantienen la visión anterior sin incorporar nada de lo que ahora tenemos a nuestra disposición. El punto más interesante de todos estos descubrimientos es sin duda la llamada biblioteca gnóstica de Nag Hammadi, porque nos da una perspectiva riquísima de los orígenes cristianos en textos de probada autenticidad y de una tremenda profundidad y complejidad. Pero el cristianismo de estos textos no es el convencional; es la mirada de la herejía, la concepción considerada herética en la evolución misma de la historia antigua del cristianismo. De manera tal que no hay ninguno entre los estudiosos actuales que diga: ‘Yo no tomo en cuenta los textos de Nag Hammadi’, pero en el momento de incorporar lo que en ellos se trata, hacen caso omiso de todo lo que poderosamente se presenta en textos como El evangelio de la Verdad o El apócrifo de Santiago, para no hablar de la complejidad de Las tres estelas de Set o del Pensamiento trimorfo. Porque son lecturas difíciles, de un simbolismo esotérico y causan rechazo a la mentalidad conservadora, o resultan impenetrables si no se tiene la preparación adecuada”[26].

 

Lo mismo ocurre con el descubrimiento relativamente cercano en el tiempo de El evangelio de Judas, que desafía a los estudiosos del cristianismo antiguo a integrar la imagen que allí se presenta de Jesús y sus discípulos a la tradicionalmente conocida y con la cual convivió durante los dos primeros siglos de nuestra era.

Resulta penoso que los escritores de ficciones literarias se hayan adelantado a los académicos en recurrir a estos materiales para publicar textos que despiertan la curiosidad y el morbo del gran público pero que carecen del más elemental rigor metodológico como filológico. Esta es la tarea pendiente del filósofo de la religión que tiene por objeto de estudio los orígenes del cristianismo.

Algo similar puede ser dicho sobre el descubrimiento de los manuscritos del Mar Muerto, que no sólo contribuyeron a reconstruir el judaísmo del tiempo de Jesús sino que también permitieron intuir e incluso detectar la pluralidad textual de documentos hebreos que subyacen a la traducción griega de los LXX, nada menos que la Biblia que utilizaron los primeros cristianos. Y a partir de ahí, desentrañar la hermenéutica desplegada por las distintas facciones del cristianismo de los orígenes, tanto judeocristianos como gnósticos y escritores de la llamada Gran Iglesia, ya que las tres presentan profundas diferencias en su acercamiento interpretativo al texto bíblico. Con respecto al interés por el mismo, resulta casi imposible ponderar el mérito de los trabajos que los Padres emprendieron en este sentido. Por ejemplo, Taciano con su Diatéssaron, una armonía de los cuatro evangelios y Orígenes con sus Héxaplas, nos legaron obras que aun en la actualidad resultarían muy difíciles con los recursos tecnológicos, editoriales y de equipos de filólogos empeñados en obtener cada vez mejores traducciones de las Escrituras.

Toda esta tarea de reconstrucción espera ser llevada a cabo por los distintos especialistas. Arrastrado por las tendencias que se imponen en este tiempo, el filósofo de la religión está tentado a enfocarse en temas que, sustentados por el pluralismo religioso existente, no están exentos de intereses ideológicos, como el ecumenismo o las llamadas “cuestiones de género”. El primero suele tratarse en no pocas ocasiones desde el intento de una convivencia superficial entre los distintos credos sin atender a los núcleos fundantes de los mismos.  Las segundas, han diluido el valor que en lo religioso tiene lo femenino, en una construcción sociológica desleída y sin base.

La Patrística, alejada de estos intereses  ha demostrado no obstante ofrecer orientaciones más sólidas para el tratamiento de esas cuestiones. La diversidad original del cristianismo primitivo que reconocía lazos fraternales entre los seguidores de Santiago, los de Pedro y los gnósticos hasta el momento de su temprana proscripción, tiene mucho que enseñar a los proyectos ecumenistas de hoy previniéndolos de sincretismos infértiles que no logran superar la visión fragmentaria,  alentada por la posmodernidad, que propone un diálogo interreligioso que no trasciende los límites de los contenidos específicos de cada una de las religiones.

En cuanto al tema de lo femenino, el Pleroma de los Eones del mito gnóstico se erige como un modelo ejemplar de la unión inescindible entre masculino y femenino, ilustrado con magnífico detalle en la aventura de Sofía y su ulterior rescate por parte del consorte masculino.

Toda esta visión de conjunto se le presenta al filósofo de la religión desde esa cumbre del espíritu humano que es la Patrística. Su tarea debe consistir en integrar los datos que provienen de la historia de las religiones y de las demás disciplinas que ofrecen sus aportes a esta empresa, pero despojado de los preconceptos racionalistas de una filosofía que propone “pensar” la religión en vez de experimentarla, como así también de los prejuicios utilitaristas de la ciencia. Se hace necesario aclarar que tal integración no implica mezcla ni tampoco una suma de partes caracterizada por la yuxtaposición de creencias particulares, sino un trabajo de articulación respetuosa de los núcleos fundamentales de unión que permiten descubrir el fondo común que comparten, el de la experiencia de lo sagrado. Nadie lo podría explicar mejor que el Jesús del Evangelio de Tomás: “Cuando hagáis de los dos uno y hagáis lo de dentro como lo de fuera y lo de arriba como lo de abajo, de modo que hagáis lo masculino y lo femenino en uno solo […], entonces entraréis en el Reino”[27].

 

5. Bibliografía y notas

 



[1] MÜLLER, Max, Comparative Mithology, London, G. Routledge and Sons, 1865. Existe versión española: Mitología comparada, Barcelona, Visión Libros, 1982.

[2] Cf. PETTAZZONI; Raffaele, “Il método comparativo”, in  Numen 6 (1959), pp. 1-15 (aquí, p. 1).

[3] Cf. VELASCO, Juan Martín, Introducción a la fenomenología de la religión, Madrid, Trotta, 20067, p. 67.

[4] Cf. GARCÍA BAZÁN, Francisco, “Max Scheler y la filosofía de la religión”, en Revista de Filosofía Latinoamericana 5/6 (1977), pp. 171-179.

[5] Cf. DUMÉRY, Henry, Critique et religion : Problémes de méthode en philosophie de la religion, Paris, SEDES, 1957, pp. 135-220 (aquí, p. 183).

[6] DUMÉRY, H., op. cit., p. 186.

[7] ORBE, Antonio, “La Patrística y el progreso de la teología”, en Gregorianum 50/3 (1969), pp. 543-570 (aquí, p. 544).

[8] Cf. CROUZEL, Henry, Orígenes. Un teólogo controvertido, Madrid, BAC, 1998, p. 375.

[9] Cf. ORBE, A., art. cit., p. 559.

[10] Cf. EUSEBIO de CESAREA, Historia Eclesiástica (HE) III, 39, 1-3, en VELASCO-DELGADO, Argimiro (traducción, introducción y notas), Eusebio de Cesarea. Historia Eclesiástica I, texto bilingüe, Madrid, BAC, 19972, p. 190.

[11] Nada se conoce acerca de este personaje. La identificación que F. C. Conybeare hace del mismo con el “presbítero Aristión” del evangelio armenio que descubrió en 1891 en Edschmiatzin es una mera hipótesis. Por otro lado, en las Constituciones Apostólicas 7, 46 el nombre de Aristión aparece aplicado al primero y tercero de los obispos de Esmirna. Cf. VELASCO-DELGADO, op. cit., p. 193, n. 309.

[12] EUSEBIO de CESAREA, HE III, 39, 4-6, p. 191s.

[13] Posiblemente se trate de un autor judeocristiano nacido en Palestina con sólidos conocimientos de la Biblia hebrea y de otra literatura apocalíptica, que habría emigrado a Asia Menor huyendo de las convulsiones políticas y bélicas de la revolución judía contra Roma que tuvo lugar entre el 66 y el 70. Cf. PIÑERO, Antonio, Guía para entender el Nuevo Testamento, Madrid, Trotta, 20114, p. 515.

[14] Se refiere a 1 Juan, a la que Dionisio distingue de las llamadas 2 y 3 de las que hablará más adelante.

[15] EUSEBIO de CESAREA, HE VII, 25, 1-8, en VELASCO-DELGADO, op. cit., pp. 476-478.

[16]Cf. HARNACK, Adolf von, Marcion: Das Evangelium von fremden Gott, Darmstadt, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 19963, p. 84.

[17] Cf. MOLL, Sebastian, Marción. El primer hereje, Salamanca, Sígueme, 2014, p. 145s.

[18] Cf. ORBE, Antonio, “Ideas sobre la Tradición en la lucha antignóstica”, en Augustinianum 12/1 (1972), pp. 19-35 (aquí, p. 23).

[19] ORÍGENES, Sobre los principios  IV, 2, 9, en FERNÁNDEZ, Samuel (Introducción, texto crítico, traducción y notas), Orígenes. Sobre los principios, Fuentes Patrísticas 27, edición bilingüe, Madrid, Trotta, 2015, pp. 865s.

[20] ORÍGENES, Comentario al evangelio de Juan X, V, 19-20, en CINER, Patricia (Introducción, traducción y notas), Orígenes. Comentario al evangelio de Juan/2, Biblioteca de Patrística, Madrid, Ciudad Nueva, 2020, p. 36.

[21] Cf. ORÍGENES, Contra Celso VII, 58, en RUIZ BUENO, Daniel (Introducción, traducción y notas), Orígenes. Contra Celso, Madrid, BAC, 1967, p. 510s.

[22] ORÍGENES, Contra Celso II, 19, p. 127.

[23] Cf. AGUSTÍN, De civitate Dei XIX, 22, en SANTAMARTA DEL RÍO, Santos; FUERTES LANERO, Miguel (traducción), Obras de San Agustín XVII: La Ciudad de Dios (2º), edición bilingüe, Madrid, BAC, 19783,  p. 613.

[24] Se discute si los fragmentos de un “Griego” anónimo contenidos en el Apocriticus de Macario Magnes en el siglo IV pertenecen a esa obra de Porfirio. Cf. BERMEJO RUBIO, Fernando, La invención de Jesús de Nazaret. Historia, ficción, historiografía, Madrid, Siglo XXI, 2018, p. 552, n. 28.

[25] Cf. BERMEJO RUBIO, F., op. cit., p. 553.

[26] GARCÍA BAZÁN, F., “El cristianismo en la actualidad a partir de los nuevos textos apócrifos y las visiones posmodernas de lo sagrado”, entrevista de L. Pinkler a F. García Bazán, en Revista El Hilo de Ariadna, nº 2, pp. 72-85.

[27] Evangelio de Tomás 22, 25-35, en TREVIJANO, Ramón, Estudios sobre el Evangelio de Tomás, Fuentes Patrísticas. Estudios 2, Madrid, Ciudad Nueva, 1997, p. 60.

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