La Eucaristía en Agustín
Índice
1. Introducción
2. La Eucaristía en nosotros
3. La Eucaristía hace la Iglesia
4. Reflexión Final
5. Notas y bibliografía
1. Introducción
Todos sabemos que la Eucaristía es verdaderamente fuente y culmen de la vida y la misión del cristiano. La participación en el sacrificio eucarístico perfecciona en nosotros lo que nos fue dado en el bautismo. Los dones del Espíritu Santo se dan también para la edificación del Cuerpo de Cristo (cfr. 1 Cor. 12) y para un mayor testimonio de vida cristiana en el mundo. Así pues, la Eucaristía lleva la iniciación cristiana a su plenitud y es como el centro y el fin de toda vida sacramental[1].
Nos animamos ahora a indagar en la vida y algunos escritos del genio de Hipona acerca del este único alimento: el Pan de Vida. Sacaremos conclusiones que seguramente muestran la perenne validez de los escritos del santo y su influjo en teólogos y escritos magisteriales posteriores.
2. La Eucaristía en nosotros
¿Qué hace en nosotros la Eucaristía? Ante todo, alimenta y fortalece la dinámica de fe del cristiano. Agustín pone de manifiesto cómo en el misterio eucarístico, Cristo nos asimila a sí mismo: “Este pan que ustedes ven sobre el altar, santificado por la palabra de Dios, es el cuerpo de Cristo. Este cáliz, mejor dicho, lo que contiene el cáliz, santificado por la palabra de Dios, es sangre de Cristo. Por medio de estas cosas quiso el Señor dejarnos su cuerpo y su sangre, que derramó para la remisión de nuestros pecados. Si lo han recibido dignamente, ustedes son eso mismo que han recibido”[2]. Por lo tanto, “no sólo nos hemos convertido en cristianos, sino en Cristo mismo”[3].
Se da de este modo, la unión profunda y única entre nosotros y Jesús: “En efecto, no se ha de creer que Cristo esté en la cabeza sin estar también en el cuerpo, sino que está enteramente en la cabeza y en el cuerpo”[4].
La Eucaristía da sus frutos solo si el pan visible es asumido no con los dientes carnales sino con el amor de la inteligencia espiritual, don que viene del Espíritu Santo. Tal inteligencia lleva a los fieles a comprender siempre el Cuerpo de Cristo que reciben en la Eucaristía al interno de la vivencia en comunidad, en la Iglesia, cuerpo de Cristo. “¿Dónde el alma podrá ser saciada? ¿Dónde se encuentra el sumo bien, la verdad total, la abundancia plena? Aquí en la tierra, aún si nos sostiene la auténtica esperanza, ¿es más fácil tener hambre que estar saciados… Dónde? En la resurrección de los muertos… Lo que cuenta es que uno coma interiormente, no sólo exteriormente: que coma con el corazón, no que mastique con los dientes”[5].
Y otro texto cargado de fuerte contenido: “Los fieles demuestran conocer el cuerpo de Cristo, si no olvidan ser el cuerpo de Cristo… Debes ser en el Cuerpo de Cristo… Es aquello que dice el Apóstol, cuando nos habla de este pan: ´Porque hay un solo pan, nosotros, aun siendo muchos, somos un solo cuerpo´ (1 Cor 10, 17). ¡Misterio de amor! ¡Símbolo de unidad! ¡Vínculo de caridad! Quien quiera vivir, tiene donde vivir, tiene de qué vivir. Se acerque, crea, entre a formar parte del Cuerpo y será vivificado. No desdeñe de pertenecer a la compañía de los miembros, no sea un miembro infectado que se deba amputar, no sea un miembro deforme del cual haya que avergonzarse. Sea bello, sea válido, reste unido al cuerpo…”[6].
Agustín en varios otros lugares, subraya el carácter de unidad que la Eucaristía realiza en toda la Iglesia. Luego del hiponense, la reflexión cristiana sobre la Eucaristía vino a centrarse en la comprensión de la presencia real de Cristo en el sacramento eucarístico. Nacieron así, de esta insistencia, las ostensiones eucarísticas medievales, los milagros eucarísticos, como por ejemplo el célebre milagro de Orvieto y el de Bolsena[7]. El mismo Santo Tomás de Aquino, en su comentario a la Carta de san Pablo a los Corintios, habla de la presencia eucarística en estrecha relación con los beneficios espirituales que ella produce en los fieles, en particular de participación e incorporación a Cristo Jesús, como era en la tradición agustiniana.
3. La Eucaristía hace la Iglesia
La teología eucarística de Agustín hizo que se desarrollara en gran medida el vínculo entre el cristiano, Dios y el entero Pueblo de Dios[8].
Una constante preocupación pastoral del pastor de Hipona fue ayudar a sus fieles a recibir la Eucaristía no solo en el signo sacramental del pan divino, sino en el de la participación real en el don del Espíritu santo que une a los creyentes en un solo cuerpo, el corpus Christi: “Cuando vean al Hijo del hombre ascender adonde estaba antes, entonces verán que distribuye su cuerpo no del modo que suponen o entonces entenderán ciertamente que su gracia no se consume a bocados”[9]. Y también: “Todo esto, pues, queridísimos, nos sirva, para que comamos la carne de Cristo y la sangre de Cristo no sólo en el sacramento, cosa que hacen también muchos malos, sino que la comamos y bebamos hasta la participación del Espíritu. Así permaneceremos en el cuerpo del Señor como miembros, para que su Espíritu nos vivifique y no nos escandalicemos aunque, de momento, con nosotros comen y beben temporalmente los sacramentos”[10].
En Agustín la Eucaristía, cuerpo de Cristo, bajo los signos del pan y del vino, expresa al mismo tiempo ese cuerpo de Cristo que es la Iglesia unida a su cabeza, el Señor Jesús que se entregó por ella. Los dos cuerpos están unidos de tal manera que llegan a ser uno en la correspondencia simbólica, pero real entre la transustanciación del pan y del vino, y el formarse de la Iglesia al recibir el alimento divino. Tal realidad se expresa en las comunidades cristianas de modo particular en la atención a los pobres, para que a ninguno le falte el pan cotidiano.
Un sermón del santo de Hipona, dirigido a los neófitos que recibían por primera vez la eucaristía con los fieles, evidencia en la prédica agustiniana el hecho de que al recibir el pan eucarístico se convierten ellos también en cuerpo de Cristo Jesús: “Amadísimos, esto que están viendo sobre la mesa del Señor es pan y vino. Pero este pan y este vino se convierten en el cuerpo y la sangre de la Palabra al llegarles la palabra. En efecto, el Señor, la Palabra que existía en el principio, la Palabra que estaba junto a Dios, y la Palabra que era Dios, debido a su misericordia, que le impidió despreciar lo que había creado a su imagen, se hizo carne y habitó entre nosotros, como saben. Pues la Palabra misma asumió al hombre, es decir, al alma y a la carne del hombre, y se hizo hombre permaneciendo Dios. Por ello, y dado que además sufrió por nosotros, nos confió en este sacramento su cuerpo y sangre, en que nos transformó también a nosotros mismos. En efecto, también nosotros nos hemos convertido en su cuerpo y, por su misericordia, somos lo que recibimos. Traigan a la mente lo que este ser creado fue antes en el campo: cómo lo produjo la tierra, lo nutrió la lluvia y lo llevó a convertirse en espiga; a continuación la fatiga humana lo llevó a la era, lo trilló, lo aventó, lo guardó (en un granero) lo sacó, lo molió, lo amasó, lo coció y en determinado momento lo llevó a convertirse en pan. Vuelvan ahora la mente a ustedes mismos: no existían, pero fueron creados, llevados a la era del Señor y trillados con la fatiga de los bueyes, los predicadores del evangelio. Mientras se los mantenía en condición de catecúmenos, se los guardaba en el granero. Dieron sus nombres, comenzaron a ser molidos con ayunos y exorcismos. Luego se acercaron al agua, fueron bañados y hechos unidad; al llegar el calor del Espíritu Santo, fueron cocidos y se convirtieron en pan del Señor”[11].
Agustín, una vez terminada la conferencia de Cartago del 411 sobre la polémica donatista, profundizó mucho la teología eucarística. Dos aspectos sobre todo, llamaron su atención. El primero fue que el cuerpo de Cristo que se recibe en la eucaristía es al mismo tiempo la Iglesia, que unida a su cabeza, forma el Cristo total (Christus totus). El segundo fue la aplicación a los pobres de tal unidad entre los dos cuerpos. En el único corpus que se recibe en la eucaristía y se forma como Iglesia, surge el Cristo necesitado que pide de comer, de beber, de ser acogido, visitado, alojado: “Ten a Cristo arriba dando, reconócele aquí necesitando. Aquí es pobre, allí es rico. Puesto que Cristo es pobre aquí, él habla por nosotros: Tuve hambre, tuve sed, estuve desnudo, fui forastero, estuve en la cárcel”[12]. Los pobres son ícono de Cristo y están en el centro del evangelio mismo. Las necesidades de los pobres, son a la vez, las necesidades de la Iglesia. Se podría establecer aquí un paralelo entre la actitud agustiniana sobre el tema, y la prédica constante del papa Francisco, quien instituyó hace poco la Jornada Mundial por los Pobres, a mediados de noviembre, para sensibilizar a todos acerca de los hermanos que sufren necesidad. Son nuestros prójimos y hemos de ser sus samaritanos.
La dimensión eucarística litúrgico-eclesial del corpus Christi maduró en Agustín con un valor cristológico, creando por tal camino –reflexivo y piadoso a la vez- la identificación entre Cristo y los pobres, entendidos como humanidad en un sentido global. “De hecho, obligado por las objeciones de los arrianos sobre la inferioridad de Cristo con respecto al Padre, en vista de que tuvo necesidad de orar, Agustín explicó que la oración de los salmos que se dirige a Cristo como Dios, y al mismo tiempo, siendo la Iglesia su corpus es Él también el que implora. Sintetizó tal comunión unitaria entre Cristo y la Iglesia en la conocida fórmula del ´Cristo total (Christus totus)”[13].
Otro aspecto que el santo tuvo en cuenta a la hora de estas reflexiones: el volcarnos a los pobres también encuentra fundamento en la Encarnación del Verbo, “que se hizo pobre”, al asumir en la kénosis a toda la humanidad. Sin dejar su “riqueza” de Dios, asumió la “pobreza” nuestra. Al unirse a todo hombre por la encarnación, Cristo padece necesidad cada vez que un pobre está necesitado, y él se hizo pobre porque quería ser cuidado en los pobres: “Cristo está necesitado cuando lo está un pobre. Quien está dispuesto a dar a todos los suyos la vida eterna, se ha dignado recibir de manera temporal en cualquier pobre”[14]. Y también esta rica expresión de otro sermón: “Quien no padece hambre quiso ser alimentado en la persona del indigente. No despreciemos, pues, a nuestro Dios, necesitado en la persona del pobre, a fin de que, cuando sintamos indigencia, nos saciemos en quien es rico. Topamos con pobres, siendo pobres nosotros mismos: demos, pues, para recibir”[15].
Un sermón notable fue el 239, que el santo pronunció sobre la Pascua, donde asocia la cena de los discípulos de Emaús a la viuda de Sarepta, que le da el pan al profeta Elías, donde la mesa de la caridad –la viuda- y las mesas de la eucaristía –Emaús-, se relacionan mutuamente, tanto que llegan a constituir una única mesa.
4. Reflexión Final
“La Eucaristía es, pues, constitutiva del ser y del actuar de la Iglesia. Por eso la antigüedad cristiana designó con las mismas palabras Corpus Christi el Cuerpo nacido de la Virgen María, el Cuerpo eucarístico y el Cuerpo eclesial de Cristo”[16]. Este dato, que viene de lejos, ayuda a aumentar en nosotros la conciencia de que no podemos separar a Jesús de su misma Iglesia. La Eucaristía está en las raíces de la Iglesia como misterio de comunión y fuerza vital para la misión.
El Concilio de Trento fijó en el término “transustanciación” la modalidad de la presencia real de Jesús en la eucaristía. Será la teología pos tridentina la que se empeña en conjugar tal término con el andamiento del progreso científico. San Alfonso María Ligorio antes y san Pío X después, frente a la crisis jansenista que había reducido mucho en el pueblo cristiano la frecuencia de la comunión eucarística, buscaron iniciativas pastorales para llevar a los fieles cristianos a la comunión eucarística incluso en forma cotidiana. Hoy, en el auspicioso redescubrimiento de los estudios patrísticos, se busca cada vez más recuperar más aun el don de la Eucaristía para la vida cotidiana, pan de vida y vínculo de unidad en el pueblo de Dios. ¡Misterio de amor! ¡Símbolo de unidad! ¡Vínculo de caridad!, son expresiones vividas, sentidas por Agustín al momento de recibir el don eucarístico. Un enamorado de Dios. Sigamos su huella.
5. Notas y bibliografía
[1] Cfr. JUAN PABLO II, Carta Apost. Dominicae Cenae (24-02-1980) n 7.
[2] SAN AGUSTÍN, Sermo 227, 1.
[3] SAN AGUSTÍN, In Ioh. Ev. 21, 8.
[4] SAN AGUSTÍN, Ibidem, 28, 1.
[5] SAN AGUSTÍN, In Ioh. Ev. 26, 11-12.
[6] SAN AGUSTÍN, Ibidem. 26, 13s.
[7] Cfr. BARTOLINI, J., (ed.) Miracoli eucaristici, Villiger, Paoline, Roma, 1999.
[8] Cfr. GROSSI, V., (ed.) Sant´Agostino. L´Eucarestia corpo della Chiesa, Cittá Nuova, Roma, 2000.
[9] SAN AGUSTÍN, In Io. Eu. tr. 27, 3.
[10] SAN AGUSTÍN, Ibidem, 27, 11.
[11] SAN AGUSTÍN, Sermo 229, 1.
[12] SAN AGUSTÍN, Sermo 123, 4.
[13] GROSSI, V., “La Espiritualidad eclesial de la Eucaristía, corpus Christi”, en Revista Augustinus LXII (dir. E. A. Eguiarte Bendímez) 2017, p. 381.
[14] SAN AGUSTÍN, Sermo 38, 8.
[15] SAN AGUSTÍN, Sermo 206, 2.
[16] BENEDICTO XVI, Exhortación Apostólica postsinodal Sacramentum Caritatis, Roma, 2007, n 15.